Hipnotizado, contemplaba a los jugadores de la tarde desplazándose en intrincadas y coreográficas figuras de mesa en mesa. Como un arco iris resplandeciendo en un cielo azul claro, brillaba una ruleta con sus números rojos y negros, a juego con la disposición de la mesa. Cartas de dorso blanquiazul se deslizaban en las mesas de fieltro verde. Cuadrados y rojos dados de puntos blancos corrían como brillantes peces voladores sobre las ballenescas mesas. A lo lejos, al fondo de las hileras de mesas de veintiuno, los talladores que no estaban de servicio se lavaban las manos alzándolas mucho en el aire para mostrar que no ocultaban fichas.
El escenario del casino empezó a llenarse de más actores: fueron entrando de la piscina al aire libre adoradores del sol, otros de pistas de tenis, campos de golf, siestas y amor pagado o gratis en las mil habitaciones de Xanadú. Jordan localizó otra chaqueta Las Vegas Ganador que se aproximaba cruzando el recinto del casino. Era Merlyn. Merlyn el Niño. Merlyn vaciló al pasar ante la ruleta, su debilidad. Aunque jugaba raras veces porque sabía que el implacable cinco y medio por ciento cortaba como una espada de agudo filo. Jordan saludó desde la oscuridad con un brazo de franja púrpura, y Merlyn recuperó de nuevo el paso como si cruzase entre las llamas, salió del iluminado escenario del salón del casino y se sentó. Los bolsos de cremallera de Merlyn no abultaban, ni llevaba tampoco ninguna ficha en las manos.
Se quedaron allí sentados los dos sin hablar, a gusto juntos. Merlyn parecía un fornido atleta con su chaqueta azul y púrpura. Era más joven que Jordan, diez años por lo menos, y tenía el pelo negro. Parecía también más feliz, más animoso frente a la inminente batalla contra el destino, la noche de juego.
Luego, por el sector de bacarrá del fondo del salón, vieron cruzar la elegante y regia baranda gris y avanzar hacia ellos a Cully Cross y a Diane. Cully vestía también una chaqueta Las Vegas Ganador.
Diane llevaba un vestido blanco de verano muy escotado y fresco para su jornada de trabajo, la parte superior de sus pechos era de un blanco empolvado y opalino. Merlyn les hizo señas y cruzaron entre las mesas del casino sin vacilar. Cuando se sentaron, Jordan pidió bebida. Sabía lo que querían.Cully advirtió los abultados bolsillos de Jordan.
– Vaya -dijo-, tuviste suerte sin nosotros…
Jordan sonrió.
– Un poco.
Todos le miraron con curiosidad cuando pagó las bebidas y dio de propina a la camarera una ficha roja de cinco dólares. No le pasaron inadvertidas a Jordan aquellas miradas. No sabía por qué le miraban de aquel modo extraño. Llevaba tres semanas en Las Vegas y en aquellas semanas había sufrido tremendos cambios. Había perdido ocho kilos. Tenía el pelo pajizo más largo, más claro. Su cara aún resultaba agradable pero tenía un tono macilento; la piel había adquirido un tinte grisáceo. Parecía agotado. Pero no tenía la menor conciencia de ello porque se sentía bien. Inocentemente se preguntaba sobre aquellas tres personas, sus amigos de tres semanas, que eran ahora los mejores amigos que tenía en el mundo.