Juan Ramón Jiménez
Platero y yo
Prologuillo
Suele creerse que yo escribí “Platero y yo” para los niños, que es un libro para niños.
No. En, “ La Lectura ”, que sabía que yo estaba con ese libro, me pidió que adelantase un conjunto de sus páginas más idílicas para su “Biblioteca Juventud”. Entonces, alterando la idea momentánea, escribí este prologo:
¡Isla de gracia, de frescura y de dicha, edad de oro de los niños; siempre te hallé yo en mi vida, mar de duelo; y que tu brisa me dé su lira, alta y, a veces, sin sentido, igual que el trino de la alondra en el sol blanco del amanecer!
Yo nunca he escrito ni escribiré nada para niños, porque creo que el niño puede leer los libros que lee el hombre, con determinadas excepciones que a todos se le ocurren. También habrá excepciones para hombres y para mujeres, etc.
Capítulo primero Platero
Platero es pequeño, peludo, suave; tan blando por fuera, que se diría todo de algodón, que no lleva huesos. Sólo los espejos de azabache de sus ojos son duros cual dos escarabajos de cristal negro.
Lo dejo suelto, y se va al prado, y acaricia tibiamente con su hocico, rozándolas apenas, las florecillas rosas, celestes y gualdas… Lo llamo dulcemente: ¿Platero? y viene a mí con un trotecillo alegre que parece que se ríe en no sé qué cascabeleo ideal…
Come cuanto le doy. Le gustan las naranjas mandarinas, las uvas moscateles, todas de ámbar; los higos morados, con su cristalina gotita de miel…
Es tierno y mimoso igual que un niño, que una niña…; pero fuerte y seco por dentro como de piedra.
Cuando paso sobre él, los domingos, por las últimas callejas del pueblo, los hombres del campo, vestidos de limpio y despaciosos, se quedan mirándolo: -Tien’ asero…Tiene acero. Acero y plata de luna, al mismo tiempo.
La noche cae, brumosa ya y morada. Vagas claridades malvas y verdes perduran tras la torre de la iglesia. El camino sube, lleno de sombras, de campanillas, de fragancia de hierba, de canciones, de cansancio y de anhelo. De pronto, un hombre oscuro. con una gorra y un pincho, roja un instante la cara fea por la luz del cigarro, baja a nosotros de una casucha miserable, perdida entre sacas de carbón. Platero se amedrenta.
– ¿Ba argo?
– Vea usted… Mariposas blancas…
El hombre quiere clavar su pincho de hierro en el seroncillo, y no lo evito. Abro la alforja y él no ve nada. Y el alimento ideal pasa, libre y cándido, sin pagar su tributo a los Consumos…