Mario Vargas Llosa
Travesuras de la niña mala
I. Las chilenitas
Ocurrieron cosas extraordinarias en aquel verano de 1950. Cojinoba Lañas le cayó por primera vez a una chica – la pelirroja Seminauel – y ésta, ante la sorpresa de todo Miraflores, le dijo que sí. Cojinoba se olvidó de su cojera y andaba desde entonces por las calles sacando pecho como un Charles Atlas. Tico Tiravante rompió con Use y le cayó a Laurita, Víctor Ojeda le cayó a Use y rompió con Inge, Juan Barreto le cayó a Inge y rompió con Ilse. Hubo tal recomposición sentimental en el barrio que andábamos aturdidos, los enamoramientos se deshacían y rehacían y al salir de las fiestas de los sábados las parejas no siempre eran las mismas que entraron. «¡Qué relajo!», se escandalizaba mi tía Alberta, con quien yo vivía desde la muerte de mis padres.
Las olas de los baños de Miraflores rompían dos veces, allá a lo lejos, la primera a doscientos metros de la playa, y hasta allí íbamos a bajarlas a pecho los valientes, y nos hacíamos arrastrar unos cien metros, hasta donde las olas morían sólo para reconstituirse en airosos tumbos y romper de nuevo, en una segunda reventazón que nos deslizaba a los corredores de olas hasta las piedrecitas de la playa.
Aquel verano extraordinario, en las fiestas de Miraflores todo el mundo dejó de bailar valses, corridos, blues, boleros y huarachas, porque el mambo arrasó. El mambo, un terremoto que tuvo moviéndose, saltando, brincando, haciendo figuras, a todas las parejas infantiles, adolescentes y
Y así como de los valsecitos y las huarachas, las sambas y las polcas habíamos pasado al mambo, pasamos también de los patines y los patinetes a la bicicleta, y algunos, Tato Monje y Tony Espejo por ejemplo, a la moto, e incluso uno o dos al automóvil, como el grandulón del barrio, Luchín, que le robaba a veces el Chevrolet convertible a su papá y nos llevaba a dar una vuelta por los malecones, desde el Terrazas hasta la quebrada de Armendáriz, a cien por hora.