Читать онлайн «El enredo de la bolsa y la vida»

Автор Эдуардо Мендоса

Índice

PORTADA

1. UNA ACTUACIÓN ESTELAR

2. LO QUE CONTÓ RÓMULO EL GUAPO

3. LA MISIVA

4. EL VIGÍA

5. EL MISTERIOSO PROPIETARIO DE UN PEUGEOT 206

6. DONDE GIRA EL COSMOS

7. EL HOMBRE MÁS BUSCADO

8. AVENTURA EN EL MAR

9. LA HISTORIA DE LAVINIA TORRADA

10. UNA PROPOSICIÓN Y UN CÓNCLAVE

11. MORDEN

12. PREPARATIVOS

13. AVENTURA EN EL AIRE

14. EL PLAN FRACASA

15. LOS CAMINOS CONFLUYEN

16. SORPRESA

17. VUELTA A EMPEZAR

CRÉDITOS

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UNA ACTUACIÓN ESTELAR

Llamaron. Abrí. Nunca lo hiciera. En el rellano, con la mirada fiera y el gesto intrépido adquiridos tras largos años de férreo adiestramiento bajo la férula de inhumanos sargentos, un funcionario de correos blandía una carta certificada dirigida a mi nombre y domicilio. Antes de coger el sobre, acreditar mi identidad y firmar el volante, traté de zafarme alegando que allí no vivía tal persona, que si hubiera vivido allí, ahora estaría muerta y que, por si eso fuera poco, el difunto se había ido de vacaciones la semana anterior.

Ni por ésas.

De modo que firmé, fuese el cartero, abriose el sobre (con mi ayuda) y pasmome hallar en su interior una lustrosa cartulina mediante la cual el Rector Magnífico de la Universidad de Barcelona me invitaba a la solemne investidura del doctor Sugrañes como doctor honoris causa, acto que tendría lugar el día 4 de febrero del año en curso, en el paraninfo de tan prestigiosa institución docente. Bajo la letra impresa una nota manuscrita aclaraba que la invitación me era cursada por deseo expreso del doctorando.

Que el doctor Sugrañes se acordara de mí, pese al tiempo transcurrido desde nuestro último encuentro, era meritorio por partida doble. En primer lugar, porque, a su edad, la memoria del doctor Sugrañes presentaba ocasionales lagunas y algún despeñadero. Y en segundo lugar porque, de recordarme, era notable que lo hiciera con cariño. A decir verdad, pocas personas podían dar testimonio más fiel que yo de su dilatada vida profesional, pues lo cierto es, por si algún lector se incorpora al recuento de estas andanzas sin conocimiento previo de mis antecedentes, que en el pasado estuve recluido injustamente, aunque esto ahora no venga a cuento, en un centro penitenciario para delincuentes con trastornos mentales y que dicho centro lo regentaba con carácter vitalicio y métodos poco gentiles el doctor Sugrañes, razón por la cual surgieron entre él y yo, como es de suponer, pequeños malentendidos, ligeras discrepancias y unas cuantas agresiones físicas en las que yo llevé casi siempre la peor parte, aunque en una ocasión le rompí las gafas, en otra le desgarré el pantalón y en otra le partí dos dientes.

Pero lo más probable, me dije después de leer y releer la invitación, era que el doctor Sugrañes deseara coronar su carrera sin guardar rencor hacia alguien con quien había convivido tanto tiempo y a quien había dedicado tantos esfuerzos profesionales, emocionales y hasta físicos. Respondí, pues, aceptando agradecido la invitación y confirmando mi asistencia al acto. Y como éste era solemne y el lugar, por así decir, de campanillas, pedí prestado un traje de franela gris más o menos de mi talla y lo complementé con una corbata de color carmín y un clavel reventón en la solapa. Con este atuendo creía haber dado en el clavo, pero no fue así. Apenas comparecí, en el día y hora indicados, a la puerta del augusto coliseo y presenté la invitación, unos ujieres me separaron del resto de los asistentes, me condujeron a un cuartucho destartalado y en un tono que no admitía réplica me hicieron desvestir. Cuando sólo conservaba sobre mi persona los calcetines, me pusieron una bata de hospital de nilón verde, cerrada por delante y sujeta por detrás mediante unas cintillas, que dejaba al descubierto los glúteos y sus concomitancias. De esta guisa me llevaron más por fuerza que de grado a un salón amplio y suntuoso abarrotado de público, y me hicieron subir a una tarima, junto a la cual, revestido de toga y birrete, peroraba el doctor Sugrañes. A mi aparición siguió un silencio expectante, que rompió el conferenciante para presentarme como uno de los casos más difíciles a los que había debido enfrentarse a lo largo de una vida enteramente dedicada a la ciencia. Señalándome con un puntero describió mi etiología con profusión de tergiversaciones. Repetidas veces traté de defenderme de sus acusaciones, pero fue en vano: en cuanto abría la boca, las risas del público ahogaban mi voz y con ella mis fundadas razones. El doctorando, por el contrario, era escuchado con respeto. Los más aplicados tomaban apuntes. Por fortuna, la ponencia acabó pronto: tras referir algunos episodios, vergonzosos para mí, que hicieron las delicias de la concurrencia, el doctor Sugrañes remató la faena persiguiéndome por todo el paraninfo con una lavativa.