Читать онлайн «A LUPITA LE GUSTABA PLANCHAR»

Автор Лаура Эскивель

A Lupita le gustaba planchar.

A Lupita le gustaba chupar.

A Lupita le gustaba lavar.

A Lupita le gustaba autocompadecerse.

A Lupita le gustaba chingar.

A Lupita le gustaba tejer y bordar.

A Lupita le gustaba bailar.

A Lupita le gustaba tener la razón.

A Lupita le gustaba observar el cielo.

A Lupita le gustaba la soledad y el silencio.

A Lupita le gustaba correr.

A Lupita le gustaba sembrar.

A Lupita le gustaba proteger.

A Lupita le gustaba deducir.

A Lupita le gustaba preguntar.

A Lupita le gustaba hacer el amor.

A la Guadalupe

A Lupita le gustaba planchar.

Podía pasar largas horas dedicada a esta actividad sin dar muestras de agotamiento. Planchar le daba paz. Consideraba esa actividad como su mejor terapia y recurría a ella diariamente, incluso después de un largo día de trabajo. La pasión por el planchado era una práctica que había heredado de doña Trini, su madre, quien lavó y planchó ajeno toda su vida. Lupita invariablemente repetía el ritual aprendido de su sacrosanta, mismo que iniciaba con el correcto rociado de la ropa. Las modernas planchas de vapor no requerían que la ropa estuviera humedecida previamente pero para Lupita no existía otra manera de planchar y evitar el rociado representaba un sacrilegio.

Ese día, al entrar a su casa, de inmediato se dirigió a la masa de planchado y comenzó a rociar las prendas. Sus manos temblaban como las de una teporocha en cruda, lo cual facilitó su trabajo.

Le urgía pensar en otra cosa que no fuera el asesinato del licenciado Arturo Larreaga, jefe delegacional de su distrito, el cual ella había presenciado a corta distancia hacía sólo unas horas.

En cuanto dejó rociada la ropa, se dirigió al baño. Abrió la regadera y dejó correr el agua fría dentro de una cubeta a la cual le puso abundante detergente. Antes de meterse a la regadera abrió una bolsa de plástico y se asqueó del olor que despedían los pantalones orinados que venían aprisionados en su interior. Los puso a remojar dentro de la cubeta y se dio un regaderazo. El agua la despojó del molesto olor a orines que su cuerpo despedía pero no pudo quitarle la vergüenza que traía incrustada en el alma. ¿Qué habrán pensado de ella todos los que se enteraron de que se orinó? ¿Cómo la iban a ver de ahí en adelante? ¿Cómo hacerlos olvidar la patética imagen de una policía gorda parada en medio de la escena del crimen con los pantalones escurridos? Ella, en su calidad de criticona empedernida, sabía mejor que nadie el poder de una imagen. Lo que más la angustiaba era pensar en Inocencio, el nuevo chofer del delegado. La última semana se había empeñado tanto en hacerse notar por él. ¡Y todo para qué! Sabía que de ahora en adelante cada vez que Inocencio la saludara, la iba a recordar con los pantalones mojados. Vaya forma de llamar su atención. Aunque tenía que reconocer que Inocencio se había portado especialmente delicado con ella. Recordó que mientras esperaba rendir su declaración, ella se había alejado de todos los demás para que su olor no los molestara. De pronto vio que Inocencio se le acercaba y entró en pánico. Lo último que quería en la vida era que la oliera. Inocencio llevaba en el brazo un pantalón de casimir que guardaba en el interior de la cajuela del automóvil. Lo acababa de sacar de la tintorería y amablemente se lo ofreció a Lupita para que se cambiara. No sólo eso, le prestó su pañuelo para que secara sus lágrimas. Ella nunca olvidaría ese acto de ternura en toda su vida. Nunca. Pero en ese momento prefería no pensar en ello porque ya no podía manejar la cantidad de emociones que llevaba experimentando desde la mañana. Estaba tan agotada que le urgía planchar. Secó su cuerpo con vigor, se puso el camisón y corrió a encender la plancha.