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Автор Хуан Марсе

Juan Marsé

Caligrafía De Los Sueños

Así es como imaginamos al ángel de la historia. Vuelto hacia el pasado. Donde vemos una cadena de acontecimientos, él ve una única catástrofe que no hace más que amontonar escombros ante sus pies. El ángel desearía quedarse, despertar a los muertos y recomponer lo que se ha venido abajo.

WALTER BENJAMIN, 1940

1 La señora Mir y las vías muertas

Torrente de las Flores. Siempre pensó que una calle con este nombre jamás podría albergar ninguna tragedia. Desde lo alto de la Travesera de Dalt inicia una fuerte pendiente que se va atenuando hasta morir en la Travesera de Gracia, tiene cuarenta y seis esquinas, una anchura de siete metros y medio, edificios de escasa altura y tres tabernas. En verano, durante los días perfumados de fiesta mayor, adormecida bajo un techo ornamental de tiras de papel de seda y guirnaldas multicolores, la calle alberga un grato rumor de cañaveral mecido por la brisa y una luz submarina y ondulante, como de otro mundo. En las noches sofocantes, después de la cena, la calle es una prolongación del hogar.

Todo esto sucedió hace muchos años, cuando la ciudad era menos verosímil que ahora, pero más real.

Poco antes de las dos de la tarde de un domingo del mes de julio, el sol esplendoroso y un súbito chaparrón se funden durante unos minutos dejando suspendida en el aire una luz encrespada, una transparencia erizada y engañosa a lo largo de la calle. Este verano está siendo muy caluroso y la piel negruzca de la calzada se calienta tanto a esta hora que la llovizna se evapora antes de llegar a tocarla. Sobre la acera del bar-bodega Rosales, cuando ya el chubasco ha pasado, una barra de hielo dejada allí por la camioneta de reparto y mal envuelta en una arpillera empieza a fundirse bajo el sol inclemente. No tarda en salir el gordo Agustín, el tabernero, con un cubo y un punzón, y, en cuclillas, se apresura a trocear la barra.

Al filo de las dos y media, un poco más arriba del bar y en la acera de enfrente, en el tramo de la calle más propenso al espejismo, la señora Mir sale del portal 117 corriendo visiblemente conturbada, como si escapara de un incendio o de alguna alucinación, y se planta en medio de la calzada en zapatillas y con su blanca bata de enfermera mal abrochada, sin cuidado de enseñar lo que no debe. Durante unos segundos parece no saber dónde está, girando sobre sí misma y tanteando el aire con las manos, hasta que, quieta y con la cabeza gacha, suelta un grito largo y ronco, como salido del vientre, que poco a poco deviene en suspiros y termina en maullidos de gatito. Camina un trecho calle arriba dando traspiés y luego se para, se gira buscando en el entorno algún apoyo, y acto seguido, cerrando los ojos y cruzando las manos sobre el pecho, se agacha replegándose sobre sí misma lentamente, como si en ello encontrara un sosiego o un alivio, hasta recostarse de espaldas sobre los raíles del tranvía incrustados en lo que queda del viejo adoquinado.